El oficio del sampleador y por qué escuchamos la música que escuchamos

Quienes crean música electrónica han enfrentado un obtuso rechazo por parte de ciertos sectores de músicos. Su trabajo se desacredita e incluso se les acusa de plagiadores y charlatanes. Lo cierto es que al hablar del quehacer de los DJ, suele pasarse por alto el que quizá es su principal talento: la capacidad de escuchar música. Porque es mucho lo que se aplauden las habilidades necesarias para componer o interpretar, pero no así el ejercicio de escuchar música, tan necesario para crearla. 

Música a partir de música

Entendemos por “sample” el tomar una porción de alguna grabación para utilizarla en un nuevo tema. “Sample” se traduce al español literalmente como “muestra”. A veces los samples  pueden ser cortes que remiten inmediatamente a la grabación original, como la barra principal de “Under pressure” de Queen y Bowie reutilizada en “Ice ice baby” de Vanilla Ice, o la versión orquestal de “The last time” de los Rolling Stones, invocada por The Verve para su “Bitter sweet symphony”. Sin embargo, la mayoría de los sampleos son más sutiles, donde el sampleador corta un fragmento sonoro que por sí mismo podría sonar no sólo genérico, sino incluso abstracto, y que utiliza como una de tantas piezas de Lego para construir una estructura sónica. Un ritmo básico de batería de una fuente, redobles de otra batería de otra fuente, un remate de vientos de una más y una línea de bajo de una cuarta canción terminan formando una barra de cuatro tiempos que se repite ocho veces para ser el verso de una nueva composición. 

Quien samplea no es quien físicamente genera el sonido capturado por la grabación, y es aquí donde los puristas argumentan que samplear es robar. Sin embargo, el sample es formalmente reconocido como parte del proceso de composición, tanto por la academia –basta ver los amplios estudios sobre música concreta– como por las leyes –que contemplan la figura del sample considerando duración, uso, intención y permiso– (1). Si lleváramos a fondo esta desacreditación del sampleador como creador de música original, tendríamos entonces que tachar de plagiadores a todos los guitarristas que usaran, por decir, el acorde de re.

Construir música con samples es una labor minuciosa que rebasa la edición en el estudio. Quien samplea está constantemente atento a los sonidos que lo rodean, siempre buscando ese ritmo, ese quiebre, esa figura que encajará en una nueva canción. Su manera de escuchar música es mucho más precisa que la de la mayoría de las personas y, además, mucho más amplia: formar una colección útil de samples requiere ir más allá de un par de géneros musicales.

La taxonomía del sonido

“De todo”, es una respuesta común a la pregunta ”¿Qué música escuchas?”. Pero no es así. La percepción que tenemos del espectro musical resulta ser muy parecida a la percepción que tenemos de prácticamente cualquier cosa: es sumamente limitada y subjetiva. Desde nuestro reducido punto de vista alcanzamos a distinguir determinados géneros musicales y entonces sentimos que los escuchamos todos, cuando la realidad es que no conocemos la mayoría de los géneros musicales y ni siquiera escuchamos la mayoría de los que sí conocemos.

Hagamos un ejercicio. Supongamos que participas en una dinámica en la que puedes entrar a una tienda de música y tomar los 30 discos que quieras, pero sólo puedes acceder a cinco secciones del local. Las opciones son estas:

Alternativa, ambiental, banda, blues, clásica y de cámara, cristiana, country, disco, electrónica, folclórica, folk, hip hop, infantil, grupera, jazz, metal, norteña, new age, pop, punk, ranchera, R&B, reguetón, regué, rock, salsa, tango, trova y urbana.

La mayoría de las personas elegirá de manera relativamente sencilla los primeros tres pasillos y encontrará un tanto difícil seleccionar los últimos dos. Igualmente, de inmediato eliminará más de la mitad de la lista de sus posibles opciones.

Ahora bien, esta lista de géneros fue subjetivamente planteada por mí, basado en mis experiencias y en las tiendas de música que he visitado. De entrada, el sesgo cultural ya es inmenso. Luego vienen las falacias conceptuales al momento de clasificar. Habrá quienes consideren que su género no está representado. Por ejemplo, alguien podría aducir que la música de mariachi es suficientemente relevante como para ser un género en sí en vez de quedar encerrada dentro del ranchero; alternativa, metal y punk podrían estar simplemente englobados como rock. De hecho, si sometiéramos los géneros a un análisis estructural serio, podríamos terminar por proponer un mismo género que agruparía como pop a lo que coloquialmente llamamos pop y rock. 

Luego, hay otras clasificaciones que solemos asumir como géneros pero que realmente no lo son. Los criterios a los que recurrimos cotidianamente para etiquetar la música no son siempre los mismos. A veces recurrimos al momento histórico de la música y entonces decimos que es música clásica; y de ahí trasladamos el concepto para decirle “clásica” a cualquier composición para orquesta. Luego está otro criterio en el que no es necesariamente la música la que se clasifica, sino el público al que va dirigida: tenemos en esta caprichosa lista a los géneros cristiano e infantil como ejemplo, que en definitiva no describen un sonido.

El asunto de ponerle un género a la música podría parecer necio o restrictivo. Cuando se le pregunta a integrantes de bandas de rock qué genero tocan les gusta responder que prefieren no limitarse por una etiqueta, como si ponerle nombre al estilo los obligara a mantenerse dentro del mismo y comprometiera su posible capacidad de explorar nuevos sonidos. La verdad es que clasificar en géneros resulta sumamente práctico. De entrada, en las tiendas de música los géneros nos permiten buscar novedades en ciertos anaqueles. Del mismo modo, el género es ahora la primer variable que los algoritmos de los servicios de reproducción en línea consideran para ofrecernos recomendaciones. Y, sin embargo, ponerle género a la música no es siempre tan sencillo.

El gusto se rompe en géneros, que a su vez se rompen en circunstancias

Formar un gusto musical es muy parecido a formar una personalidad. Existen factores individuales que se moldean por el desarrollo y el ambiente físico y social de cada persona. También igual que la personalidad, la parte medular del gusto musical se adquiere durante la adolescencia (2). 

Igual que la personalidad, la parte medular del gusto musical se adquiere durante la adolescencia.

Crecí en una familia de clase media en un ambiente urbano. A los 12 me parecía novedoso el rap, que se me hizo todavía más atractivo cuando mis padres mostraron su desagrado a “ese ruido”. Me hice de casetes de Vanilla Ice, Caló y MC Hammer. Luego Freddie Mercury murió y en las noticias escuché de fondo lo que yo pensé que era “Ice ice baby” y fue ahí que descubrí la música de Queen. En la secundaria me acerqué a otros chicos que escuchaban Queen y me trajeron a Led Zepelin y The Beatles. Esta exposición al rock clásico y eventualmente a MTV desembocaron en que a los 16 me declarara seguidor de la música alternativa, con todo lo amplio que el término abarca. 

Me queda claro que, de haber crecido en otro nivel económico, mi gusto musical sería muy diferente. También entiendo que mi ubicación geográfica tuvo mucho que ver: sólo como mexicano es que pude incluir a bandas como Zurdok o Café Tacvba en mi lista de indispensables. 

Maquillaje, de Zurdok

Ahora bien, este intento por dar sustento a la elección de géneros musicales dista mucho de ir encaminado al trillado y condescendiente “No hay música buena ni mala, sólo gustos diferentes”. Sí hay música mala. Cada quien es libre de escuchar lo que más placer le traiga, pero de ahí a decir que todo es bueno hay un amplio tramo.

Que los géneros tengan nombre y que estos estén estrechamente relacionados con contextos socioeconómicos facilita en gran medida los procesos de socialización a partir de la música y la exploración de música para el consumo y placer personal. 

De la inteligencia al gusto artificial

Hay otro uso benéfico de los géneros que se ha expandido exponencialmente los últimos años. El género es de las primeras variables que los mentados algoritmos consideran para generar recomendaciones a los usuarios de plataformas de reproducción en línea. Quien carga canciones a Spotify, Apple Music, Bandcamp o cualquier otra plataforma debe catalogar la música como parte de algún género. Los algoritmos tienen en cuenta esta clasificación conscientemente hecha por una persona y que se aplica con voluntad, pero también recurre a mediciones de ritmo y estructura para decidir si lo que el usuario está escuchando es polka o norteño. 

Mucho del éxito de Spotify y Netflix reside no sólo en su vasta colección de materiales, sino en las herramientas de recomendación que han desarrollado. A partir de lo que vamos consumiendo, los algoritmos de estas y otras plataformas generan recomendaciones que nos van exponiendo a nuevos títulos (3). El poder de estas predicciones es evidente: pueden ser responsables de catapultar o sepultar a algún artista (4). Es ahí donde reside la importancia de identificar y etiquetar correctamente la música. 


¿El Jesus is king de Kanye West debería considerarse primordialmente como un álbum de hip hop o como un álbum cristiano? ¿En qué estante de las tiendas habría de colocarse? Estas decisiones al momento de clasificar la música pueden tener profundos impactos en la distribución de las canciones. ¿Que pensaría un seguidor del cantante Ray Cyrus cuando le apareció “Old town road” de Lil Nas X en sus recomendaciones semanales? El éxito del rapero estuvo un tiempo en las listas de country y el propio Cyrus participo en el tema. ¿Dónde quedan esos géneros que pueden ser invisibles para quienes no forman parte del contexto sociocultural donde existen pero que tienen poder de decisión al momento de etiquetarlos? ¿Selena debería ir en cumbia, en latino o en tex mex? (5)

La forma del envase contenedor

El formato en que se distribuyen las canciones tiene una clara influencia sobre la producción musical. Los discos de vinilo tienen dos caras y a partir de los sesenta se popularizó la práctica de colocar en el lado B de los sencillos temas grabados por el artista pero que no se habían incluido en el álbum porque se salían de la norma que regía el corpus de sus creaciones. De ahí es que “lado B” se haya convertido en un término para describir lo poco convencional. La llegada de los discos compactos terminó con la limitante de los lados y ya no era necesario partir las grabaciones en dos. 

Hasta aquí, los formatos preferenciaban los álbumes. Adquiríamos música en discos de vinilo, casetes o discos compactos donde cabían diez o doce canciones y luego debíamos pasar cierto tiempo con ellos porque al fin y al cabo ya los habíamos comprado. Esta dinámica nos enfrentaba al álbum como obra, dándole la oportunidad de sonar varias veces para irlo conociendo y entendiendo. El sencillo en la radio o en MTV nos seducía e íbamos a la tienda por el álbum. Así funcionó prácticamente desde los cincuenta… y hasta que llegó el mp3.

El 2000 nos encontró cargando carpetas de discos compactos. Los estuches rígidos se quedaban en casa con sus artes adentro y los discos nos seguían enfundados en bolsillos de plástico como álbumes de fotos. Acarreábamos hasta 40 discos en el auto o en la mochila. Diez años más tarde, en 2010, podíamos traer en el bolsillo miles de canciones en un iPod. Y donde pongo “miles” no lo uso en sentido figurado, sino literal. Otro salto de diez años y nos encontramos que en 2020 ya ni siquiera tenemos las canciones, sino que estas están simplemente disponibles en la nube para reproducirlas cuando queramos. El álbum comenzó a extinguirse.


En tiempos de los formatos físicos, descubríamos el sencillo y luego nos trasladábamos a la tienda a buscar el álbum para regresar a casa con él y ponerlo en el reproductor. Cuando queríamos cambiarlo, debíamos ponernos de pie, trasladarnos al aparato, sacar el disco (o el casete), colocarlo en su caja, sacar otro disco, ponerlo en el reproductor y darle play. Con los formatos digitales solo hay que presionar una vez, sin movernos de lugar, para brincar a la siguiente canción. Las canciones están sumidas en una constante competencia por no ser brincadas (6).

Cinco segundos de prueba

Plataformas como Spotify o Apple Music han puesto a nuestro alcance prácticamente toda la música del mundo, lo cual es ciertamente maravilloso. Pero la experiencia de escuchar música ha cambiado profundamente.

Mi primer disco compacto fue el Queen II de Queen. Mi padre nos regaló un reproductor que conectamos al modular (¡el modular!) de la casa y caminamos a Macrovideocentro a buscar un disco de Queen. Tenía algunos meses escuchando obsesivamente a esta banda, pero toda mi experiencia se limitaba a los casetes Greatest hits y Greatest hits II. Los sencillos incluidos en estas recopilaciones eran, obviamente, las canciones más amigables de Queen, nada parecidas al experimento oscuro y progresivo que es Queen II. El álbum abre con una lenta línea de bombo que se convierte en una pequeña y tétrica introducción instrumental. Estoy seguro que cualquiera que encontrara este álbum hoy en día y lo reprodujera esperando algo como “Radio Ga Ga” se lo brincaría en 5 segundos.

Queen II, de Queen

Estamos ante la primera generación desde los cincuenta cuyos gustos no hacen que sus padres digan “Eso no es música, es puro ruido”.


Así como Phil Spector diseñó su sonido para funcionar en la radio AM, en la actualidad las canciones se crean pensadas para sobrevivir en Spotify. El gancho debe llegar rápido, o al menos un pasaje que cree incertidumbre en el oyente y lo mantenga con el dedo lejos del botón de saltar. Y no sólo eso: que el folk de alcoba y la música suavecita como la de Post Malone, Ed Sheeran o Ed Maverick sean tan populares entre los adolescentes se debe en gran medida a que se amoldan perfectamente a las ínfimas bocinas de sus laptops y celulares. Con esto, estamos ante la primera generación desde los cincuenta cuyos gustos no hacen que sus padres digan “Eso no es música, es puro ruido”(7).

La supuesta omnipresencia de la música

La digitalización de la música no supone la desaparición de los formatos físicos. Confiamos ciegamente en la presencia de la red y asumimos que lo que está en la nube está a salvo de la lluvia, de los incendios y del tiempo. Pero estamos obviando que las nubes dependen totalmente de medios físicos para sustentarlas (8). 

Podríamos trazar una burda analogía donde las cintas originales en que se graba la música es el oro; y que los discos, casetes y hasta mp3 son los billetes, tarjetas de crédito y cheques. El circulante podría dañarse o perderse, pero mientras su sustento siga resguardado en las bóvedas el valor permanece. Vemos así que las bandas siguen recurriendo a esas cintas originales, a ese oro, para lanzar reediciones de sus discos y conmemorar cosas como los aniversarios o quizá la muerte de algún miembro de la agrupación. Deberíamos estar preocupados por toda esa música que permanece exclusivamente en el medio digital. ¿Qué va a pasar con ella si fallan los sistemas? ¿Cómo vamos a reeditarla cuando aparezcan nuevos formatos que permitan experiencias diferentes?


En 2013 nos mudamos. Metí en una caja mi extensa colección de discos compactos, que hasta entonces era exhibida en la sala, junto a los libreros. Subí la caja a un clóset de la nueva casa y la saqué, llena de polvo, cuando nos mudamos de nuevo cuatro años más tarde. Entendí que mi apego no era por esos objetos, sino por la música que contenían. Había allí discos que pedí en una tienda local y que tuve que esperar meses a que llegaran. Había discos que busqué obsesivamente en visitas a la Ciudad de México o a El Paso, en Texas, porque no se conseguían en Chihuahua, donde vivo. Pero ya no los necesitaba. Tomé la colección y me la llevé a un evento en Don Burro donde algunas bandas tocaron para recaudar donaciones para los damnificados por el sismo de la Ciudad de México del 19 de septiembre de 2017. Cambié cada disco por un donativo voluntario. El ejercicio fue muy parecido al final de Toy Story 3, donde Andy juega por última vez con sus juguetes antes de dejárselos a una niña. Personas conocidas y desconocidas se acercaban y hurgaban entre la colección, encontraban algo que les interesara y entonces yo les contaba cómo había conseguido ese álbum y les recomendaba algún otro. Alguien se llevó mi edición especial del Demon days de Gorillaz, feliz de tener el cartel que venía dentro, y un tipo echó $200 pesos al bote de donativos y tomó cariñosamente mi Ágætis byrjun de Sigur Rós, para luego regresar varias veces a preguntarme si estaba seguro de que se lo podía quedar. Me pone contento que esté con él y no en aquella caja de cartón.

Ágætis byrjun, de Sigur Rós

De oficio sampleador

Como podemos ver, nuestro gusto musical responde a diversos factores, los cuales van determinando qué escuchamos. Esta elección de géneros ciertamente merma nuestra exposición a la música ya no sólo de otros géneros, sino de otras regiones o relacionadas con grupos sociales a los que no pertenecemos. Y es aquí donde reside el talento de los sampleadores: reconocen perfectamente esas limitantes y las trascienden conscientemente para adentrarse en sonidos que podrían serles ajenos.

Esta habilidad para escuchar música nos ha traído sampleos que conectan mundos que no parecieran tener ninguna relación, llevando sonidos improbables a nuevas audiencias. Algunos de estos sampleos que parecieran imposibles son ejercicios muy directos, donde la obviedad del sample podría haber llevado a más de uno a buscar la fuente original del sonido, como es el caso del uso de ”El rey y yo”, grabada por los chilenos Los Ángeles Negros en 1970 y tomada para “The move” de Beastie Boys en 1998. En otros casos, el sample es sutil y pasa inadvertido en la nueva canción, como el extenso uso que hace Massive Attack de un pasaje percusivo de Incredible Bongo en “Angel”.

Four Tet

Los sampleadores nos demuestran que escuchar música no es algo que se haga pasivamente y que, en efecto, hay personas que son mejores para escuchar música (9). Sólo un sampleador con un oído como el de Four Tet podría crear la lista más ecléctica e inclusiva de música que existe en Spotify.

Fuentes y lecturas adicionales:

(1) Entertainment law mythbusters: Your questions about legally sampling music answered, por Adam Freedman.

(2) Our musical tastes peak as teens, says study, por Thuy Ong.

(3) Why do we even listen to new music?, por Jeremy D. Larson.

(4) The music industry uses your social data to predict it’s next big artists, por Brian Moon.

(5) Music streaming services mishandle our data—and our culture is paying for it, por Mario Lucero.

(6) Uncovering how streaming is changing the sound of pop, por Marc Hogan.

(7) Why was pop music so mild and inoffensive in the 2010s?, por Steven Hyden.

(8) The day the music burned, por Jody Rosen.


(9) DJ Shadow on the music that made him, por Mark Richardson.